Bienvenido otra vez: Soledad, mi querido amigo
Algunos años después, sentado en la última banca de la
iglesia, me sentí liberado. La veía a ella, el gran amor de mi vida, caminando hacia el altar.
Digo que me sentí liberado porque no la amaba más. Ahora mi mente sólo pensaba
en Lydia. Me excitaba que su pelo rizado
se enredara entre mis dedos; que su piel erizara la mía al más fino contacto y
que su aroma, me embriagara hasta perder la razón. Lo que había logrado
Lydia era que me olvidara de mi soledad. Era mucho lo que hacíamos y poco lo
que hablábamos. Debí dejar que ella
hablara solo para confirmar lo que tanto ansiaba: que me amaba.
Hubo una
mañana en la que tenía miedo de que siquiera murmuraras algo. Te notaba triste, más que emocionada, pero
tenías que seguir: no habías luchado tanto para no demostrar tu talento. Ese
día era, sin dudarlo, el día más
importante de tu vida. Eras la única mujer en el país que se había atrevido a
ser torera. Un sueño impulsado por tu querido padre, pero él nunca te advirtió
de lo peligroso que era, o al menos no tantas veces como lo había hecho tu
madre. Perseguías tus sueños, tanto que te fuiste a uno muy largo.
A un lado estabas tú, preparada para gritar un “olé”;
al otro me encontraba yo, viviendo en carne propia lo que era ver como partían
en dos a quien amabas. El público, gritando auxilio sin más no poder, dirigía
sus miradas al cuerpo que estaba siendo arrastrado por el toro. Eras tú mi
querida Lydia. Nunca llegaste a decirme lo que tus ojos tristes querían llorar
aquella mañana. Habías quedado en un coma eterno. No lo hubiera intentado ni un mes, de no haberse tratado de ti,
pero esperamos día tras noche por un milagro. Me había entregado a ti con la
esperanza de que, al despertar, todo sería diferente para nosotros.
Pasaba las
mañanas caminando por los pasadizos del hospital con un vaso de café. No es exagerado afirmar que buscaba a
alguien que me consolara: otra alma solitaria. Un día me encontré con una
puerta entreabierta y vi a un hombre que hablaba con una mujer en las mismas condiciones
que Lydia. El hombre era su enfermero y
tenía, a corta vista, grandes esperanzas de que esa mujer en la cama hace cuatro
años un día despertara. Su nombre era Benigno y se encontraba a cargo de
una jovencita, bella, voluptuosa y
silenciosa. Características que, para un hombre que ya la había deseado
hace mucho tiempo, eran irresistibles. Benigno fue por un buen tiempo mi
compañero, hasta que dejamos ir a Lydia y yo dejé de concurrir a el hospital. A
él yo lo recordaba con cariño; después de todo, no tenía a nadie.
En esa soledad, Benigno, tú eras mi amigo. Pasaron los
meses y una tarde, de aquellas en las que no esperaba nada más que anocheciera,
vi en el periódico que habías sido despedido del hospital. Resultó que estabas
en la cárcel, mi querido amigo, habías violado a la mujer que amabas en
silencio durante tantos años. Al día siguiente, fui inmediatamente a buscarte a
la cárcel: un lugar triste lleno de
historias y arrepentimientos. Buscabas que te dijera si ella se encontraba
bien, si había dado a luz a un niño o una niña. Yo solo atiné a decirte lo más sensato: ella sigue igual, nunca dio a
luz. Nunca imaginé que esas palabras te motivarían a dejar esta vida para
irte al lado de tu querido amor, que yo llegaría tarde para impedir que tomaras
todas esas pastillas, que jamás te volvería a ver, que jamás te diría la
verdad. Tú, amigo mío, despertaste a la mujer que tanto querías y no fui capaz
de contártelo. Estaba yo, otra vez solo, más solo que mi soledad.
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